«San Telmo: Enclave psicogeográfico porteño.»
Por Amadeo Gandolfo.
La verdad es que en una ciudad como Buenos Aires es completamente demencial que sobreviva un lugar como San Telmo. El barrio más chico de Buenos Aires, de apenas 1,2 kilómetros cuadrados, una zona que parece olvidada por el tiempo y protegida, a pesar de que su fisonomía, como la de toda la ciudad, haya sido surcada y cortada y cicatrizada por proyectos urbanísticos que abrieron avenidas y tiraron abajo edificios históricos.
Pero lo que queda, de alguna manera, es lo que se puede considerar el pequeño y salvaje casco histórico de esta ciudad. La mayoría de las grandes urbes latinoamericanas lo tienen. Un pedacito donde todavía se respira clericalismo y quietud y los edificios tienen esa arquitectura terrosa y llena de balcones, de fachadas amplias y patios sombreados. Quito tiene esa fisonomía en gran parte de su casco histórico, Lima, La Paz, incluso el DF. En Buenos Aires, ciudad fundada tarde, que creció al ritmo de su propia modernidad, siempre con el influjo de lo último, de lo nuevo, llegando a través de esa cabeza de dragón que es el puerto, es un milagro que se conserve algo. Una ciudad que tira abajo estadios, que deconstruye avenidas, que modifica por completo el panorama de barrios enteros, en la que se superponen las arquitecturas de un siglo entero a veces en la misma cuadra.
Pero San Telmo sigue ahí. Por supuesto que modificada. Hoy en día es imposible caminar por el barrio sin encontrar negocios hiper-cool de diseño: ropa, discos de vinilo, peluquerías que te arreglan la barba, pizzerías con diseño elegante, anteojos con marco de madera. Allí está la híper moderna Escuela del Cine. Esto lo vuelve, por momentos y por partes, una versión a pequeña escala, devaluada, del Brooklyn hipster de la última década y media. A veces hasta se puede observar a un grupo de tipos jugando al ping pong en la calle.
Pero esto convive con la apacible y añeja personalidad del barrio. Con la Feria de Antigüedades de San Telmo, que se realiza en la Plazoleta Dorrego, donde se amontonan cientos de turistas por fin de semana para comprar una figurilla de porcelana o un cenicero macizo que quizás supo descansar en la mansión de un aristócrata local ahora venido a menos o extinguido junto con todo su linaje. Con el genial Mercado de San Telmo, una cuadra llena de objetos diversos, desde figuritas autoadhesivas de los años setenta hasta libros de ciencia ficción de Editorial Minotauro pasando por picaportes lustrados.
Porque en definitiva muchas veces la identidad de un barrio gira alrededor de dos cosas: su historia y aquello que se consume y produce. Un barrio existe en tanto y en cuanto las personas que lo habitan pueden desenvolver sus vidas allí. Y eso tiene que ver con comprar, con vender, con circular.
Por otro lado, si la psicogeografía como concepto es real, y se pueden leer una ciudad las marcas psicológicas que sus habitantes han dejado en la misma a lo largo de las generaciones, si la ciudad de alguna manera queda marcada para siempre por ciertas actividades y eso genera que en un mismo lugar se repitan patrones y sean atraídos cierto tipo de historias y protagonistas, habría que preguntarse qué marca dejó en San Telmo la Gran Epidemia de Fiebre Amarilla que asoló la ciudad en 1871. Una epidemia que se extendió entre enero y mayo, matando entre 13500 y 14500 personas, especialmente entre la población inmigrante que vivía hacinada en conventillos insalubres y la población negra, una gran mayoría de la cual desapareció y fue enterrada en fosas comunes.
Imagínense una ciudad asolada desde adentro, un servicio fúnebre incapaz de hacerse cargo de los cadáveres, un tren que los llevaba a lo que luego sería el cementerio de Chacarita durante la noche, barricadas construidas para que los habitantes pobres no se muden al norte, los grandes ricos escapando y abandonando sus casas, que luego se convertirían en más conventillos para inmigrantes y habitantes pobres. Imagínense operaciones de desalojo de conventillos donde los afectados no entendían nada y dónde sus cosas eran destrozadas por la Comisión de Salubridad y escuadrones de policías. El gobierno aconsejando evacuar la ciudad. Medicamentos inútiles en los que sin embargo la población cifraba su salvación. Domingo Faustino Sarmiento, presidente de la Nación, escapando en un tren especial con Adolfo Alsina, su vice. ¿De qué habrán hablado en ese viaje? ¿Habrá pensado Sarmiento en lo impredecible de las enfermedades transmitidas por pueblos semi-salvajes e iletrados, cocinadas al calor del verano porteño, una verdadera calamidad climática-racial? ¿Habrá especulado Alsina con construir un zanjón gigantesco que separase San Telmo del resto de la ciudad, una sub-comunidad de habitantes de segunda que viven de los restos del resto de la urbe? Seguramente tomaron té y jugaron a las cartas o el ajedrez, y cuando llegaron a la quinta donde debían refugiarse estiraron las piernas, encendieron un puro y se quejaron de la falta de quehaceres y de los insectos.
El hecho es que luego de esa calamidad San Telmo nunca volvió a ser el mismo. Dejó de ser, para siempre, un polo que atrajese a habitantes ricos. Fue abandonado por las sucesivas administraciones municipales, se dejó de restaurar y proteger sus edificios, no fue considerado a la hora de ser integrado al transporte público subterráneo y se abandonó casi por completo. A tal punto que en 1957 se llegó a considerar una propuesta para tirar abajo el barrio en su totalidad y reemplazarlo con un barrio de estilo moderno con monoblocks, espacios abiertos, grandes torres, al estilo de Frank Lloyd Wright. Pero San Telmo sobrevivió, y se convirtió en un polo de atracción para aquello que en los años cincuenta y sesenta se llamaba de forma difusa “la bohemia”. Modelos como Chunchuna Villafañe, escritores como Haroldo Conti, humoristas como Landrú, Quino y Brascó, todos elegían, hacia mitades de los sesenta, el sur como su lugar de morada, por estar cerca del centro, tener precios baratos y conservar cierta mística de un Buenos Aires de antaño, de noche oscura y calles apretujadas.
En definitiva, las consecuencias psicogeográficas parecen claras: San Telmo se convierte en un lugar donde se vuelve mercancía aquello que no lo parece a primera vista, donde conviven los artistas con el menudeo de productos de la nostalgia y el pasado, donde el utilitarismo abierto del trabajo se deforma hacía la rapiña y el capital cultural. Expulsados los ricos, convirtamos al barrio en reducto de aquellos que empeñan su propia individualidad y, además, les robemos su historia de a piezas y lo coloquemos en venta en tenderetes y puestitos de bazar oriental.
En los 70s, durante la dictadura militar, impulsado por el intendente de facto Osvaldo Cacciatore, se logró acertar la última y más certera estocada a esta identidad labrada a lo largo del tiempo. Se ensancharon las avenidas Garay, Independencia y San Juan, se destruyó la casa más antigua de la ciudad (¡semejante exorcismo!) y se dañó irreversiblemente el tejido del barrio. Muy poco tiempo después se conformó la primer Área de Protección Histórica de la Ciudad y se comenzó a intentar proteger lo que quedaba de la fisonomía originaria del barrio, como si la tarea fundamental estuviese finalizada y lo que quedase pudiese ser “resguardado” con supremo desdén.
Sin embargo, San Telmo permanece. Caminar por sus calles es experimentar el choque temporal en un estallido misceláneo de elementos dispares. Aquí hay un hipster con barba, pero allá hay un pedazo de balcón de los años 30 que se está cayendo, por allá un tipo vestido de tanguero posa para las fotos mientras que un dominicano bebe vino en la puerta de un súper chino. Los turistas caminan y hablan en glossolalia. Hay algo de un espíritu muy propio de Buenos Aires en ese barrio fastidioso en sus pretensiones pero encantador en sus particularidades, moderno y nostálgico, avasallador y melancólico.
Amadeo Gandolfo, San Miguel de Tucumán/Capital Federal, 1984